Columnas

Friday, May 30, 2014

Nota Sobre el silencio, el debate y la crítica





Un concepto, al parecer sabio, va ganando adeptos entre colegas y 
conocidos. Lo he escuchado en diferentes contextos, expuesto –pese a
su  naturaleza negadora– en tono sentencioso: nadie tiene la verdad.
Una  amiga, que citaba a otro amigo, lo dijo así: la verdad es un
cristal que  se deshizo en mil pedazos, en cada persona hay una
pequeña parte. La  sentencia trata de espantar los atrincheramientos
dogmáticos y de  prevenir a quienes desprecian el diálogo,
pero su reiteración pudiera  conducir a un equívoco fatal,
desmovilizador. Diluir la verdad entre  todos –y aquí parecen
caber todos, al margen de ideologías o  posiciones
políticas, es decretar el fin de su búsqueda, el final
del  viaje. Aunque no es absoluta, la verdad sí existe.

Prefiero decirlo de esta manera: todos tenemos nuestra perspectiva de la 
verdad, porque la observamos –nos relacionamos, somos parte de
ella–  desde ángulos diferentes, según nuestra
pertenencia a una familia, a una  clase social, a un género, a un
grupo discriminado o enaltecido, a un  país, a una región, a
una época.
Sin embargo, la Revolución, los  revolucionarios,
vemos (debemos ver) el mundo con los ojos de los  oprimidos. El
ángulo de los opresores no cuenta. Los consensos  colectivos suelen
aparecer en la historia como verdades, pero estos se  construyen para
liberar o para sojuzgar, la mayoría de las veces para lo  segundo, y
no de forma épica, sino en el goteo incesante, fríamente 
calculado, de los medios. Las ideas dominantes, hegemónicas, las
coloca y  reproduce el sistema dominador, es decir, el capitalismo, y nos
hace  creer que son nuestras. Si dejamos de debatir, de criticar, de
combatir  en términos ideológicos, si nos desmovilizamos, nos
construirán  consensos que parecerán verdades.

Hay que agradecer a Atilio A. Boron su breve nota de disconformidad ante 
las declaraciones de Leonardo Padura, porque nos obligó al debate. 
Boron es un intelectual revolucionario que tiene el derecho ganado y el 
deber de sentirse cubano. Puede que alguien se pregunte, con razón,
¿por  qué ahora?, ¿qué es lo nuevo?, si desde
hace años nuestro laureado  escritor viene repitiendo más o
menos lo mismo. Ese es el punto, nuestra  irresponsable pereza –la
poca costumbre o práctica– para encarar el  debate. El gesto de
Boron rompe el delgado tabique que ampara el  silencio. Por eso resulta tan
sorprendente que algunos enarbolen el  derecho de Padura a la crítica
(que nadie discute), condenen los  silencios y simultáneamente,
pretendan silenciar a los que no comparten  los criterios de Padura. La
crítica y el debate no pueden ser concebidos  en una sola
dirección. No vi por ninguna parte tropas de asalto a su  integridad.
Tanto Atilio como Guillermo Rodríguez Rivera son  intelectuales que
se convocan, cuando lo entienden, a sí mismos. Padura  ha obtenido ya
los premios literarios más importantes que otorga Cuba a  sus
consagrados. Todas sus novelas han sido publicadas en el país. Pero 
tenemos que acostumbrarnos a la sana idea de que lo que decimos en 
público se debate en público. No podemos “eximir al
Estado de su  responsabilidad histórica”, como afirma el
escritor Juan Antonio García,  y tampoco podemos eximirnos de la
responsabilidad histórica que nos  corresponde como individuos, como
revolucionarios cubanos.

Necesitamos el debate permanente, no el que surge de coyunturas y se 
propaga como un incendio que todos desean sofocar con rapidez; por eso  me
detendré en algunas ideas que subyacen en los recientes intercambios 
de criterios. Se ha entronizado la peregrina idea de que todas las 
conductas del pasado (erróneas o no) fueron asumidas o ejecutadas
desde  el miedo o desde el fanatismo. El odio y el miedo, son los
protagonistas  de la novela El hombre que amaba los perros, y estos
describen  la conducta de Iván, el personaje cubano. El miedo
engendra la doble  moral: se hacen o se dicen cosas en las que no se cree.
Juan Antonio, al  hablar de una etapa de nuestra historia que algunos
asocian a un  quinquenio y otros a un decenio, llega a decir, benevolente:
“Se me dirá  que la represión estalinista en Cuba
entonces era de temer (…) yo no  sería capaz de apuntar con un
dedo a los que entonces optaron por callar  porque es muy fácil
enjuiciar a los otros cuando se vive un momento  histórico
aparentemente más abierto a la tolerancia”. No me
detendré  ahora en definir hasta dónde era de temer aquella
represión, sin dudas  real. Cuando se descubre que alguien
mantenía en su conducta una doble  moral, comprendemos que nunca fue
revolucionario: la visión del miedo  que nos atribuyen como rector de
nuestros actos, es la visión y la  justificación que tiene de
sí la contrarrevolución. Por lo general, los  que hablan de
doble moral se describen a sí mismos. Los revolucionarios  no
actuamos ni por odio, ni por miedo. Creemos en lo que defendemos.  Existe y
es históricamente legítimo, el odio de clase. El Che hace 
referencia a él, pero también escribe: “Déjenme
decirles, a riesgo de  parecer ridículo, que el revolucionario
verdadero está guiado por  grandes sentimientos de amor. Es imposible
pensar en un revolucionario  auténtico sin esta cualidad”.

Puede que a un funcionario no le importen las palabras, pero los 
intelectuales sentimos un respeto casi místico por ellas. La
retórica  que incentiva la crítica e impide que se reflexione
sobre ella, que  exige ser escuchada y a la vez, ataca cualquier disenso,
aplica  paradójicamente un sutil mecanismo de intimidación:
usted puede ser  calificado de cobarde (no dice lo que realmente piensa o
“sabe”, que en  realidad es lo que piensa su contendiente), de
oficialista, de  dogmático, de extremista o de censor, calificativos
todos que degradan  la condición del intelectual, y provocan el
instintivo alejamiento de  los suyos, los que podían haberlo apoyado.
Persiguen dividir a los  revolucionarios, aislar a los que se insertan en el

debate. El fantasma  de aquella represión (la de los setenta), de
aquel silenciamiento, es  una y otra vez invocado como pretexto para coartar

el debate, para  silenciar. Pero ni los dirigentes, ni los artistas, tienen
una patente  de corso para la crítica: pueden, deben criticar, de la
misma forma en  que pueden y deben ser criticados, ellos y su obra. Otra
cosa es que la  crítica provoque una medida administrativa. No existe
censura más  ineficaz que la prohibición; ni censura
más eficaz que la evidencia  pública de la endeblez de un
juicio.

Todos sentimos añoranza por aquel “hervidero de
polémicas”  revolucionarias que fue Cuba en la década de
los sesenta. Juan Antonio  García dice que entonces era natural que
coexistiesen –a veces de forma  “nada
pacífica”– las vanguardias artísticas y las
políticas. El término  “coexistencia”, sin
embargo, me parece errado. No resulta fácil definir  en la distancia
a los protagonistas de aquellos debates. El intelectual  Alfredo Guevara,
¿no era sobre todo un político? ¿Eran políticos
o  intelectuales Fidel, el Che Guevara, Carlos Rafael, Raúl Roa,
Marinello,  García Espinosa, Blas Roca, Titón, Mirta Aguirre y
los jóvenes  redactores de Lunes de Revolución?
Más que una coexistencia –como  si fuesen cuerpos
diferentes– existía, al menos así lo parece hoy, una 
identidad entre ambas vanguardias, a pesar de (o precisamente sobre) la 
real diversidad de miradas. Digámoslo con esa palabra que molesta:
todos  eran combatientes de la Revolución. Es verdad que la
época que vivimos  es otra, pero la condición del
revolucionario no ha variado desde Martí  hasta el más joven
de los rebeldes “con causa”: su compromiso con la 
transformación de la sociedad a favor de los humildes (“con los
pobres  de la Tierra quiero yo mi suerte echar”), la
construcción de una  sociedad alternativa más humana. Ser un
político revolucionario no es,  desde luego, ocupar un cargo o
aspirar a él (esa es la interpretación  burguesa), ni siquiera
militar en un Partido.

Es posible apreciar en las entrevistas a Padura que Guillermo comenta,  de
2012 y de 2014, una idea que lo define, en un caso relacionada con  los
artistas y en el otro con los periodistas (no hay que olvidar que  aunque
habla en general y pone ejemplos de otros contextos, se refiere a  Cuba):
“Los artistas comprometidos de manera militante con un partido, 
filosofía, Estado o poder terminan siendo siempre –o
casi– marionetas de  ese poder. No se puede jugar a hacer
política desde el arte porque al  final los políticos son los
que utilizan a los artistas para sus fines  políticos” (2012) y
ante la pregunta, ¿se puede hacer "periodismo  militante"?,
¿en qué medida el militante se traga al periodista?, 
responde: “Se lo traga completo. El militante obedece al Partido. El 
Partido decide y manda. El periodista entonces desaparece” (2014).
¿Y  los artistas que no son militantes y se comportan como marionetas
de los  que pagan?, ¿hay medios de prensa ajenos a la posición
política y a los  intereses de sus dueños? El escritor cubano
se acoge a una  interpretación estrecha de la militancia –ser
miembro del Partido–, pero  no renuncia a la política. Dice que
“el compromiso del artista debe ser  con la ética ciudadana,
con su sentido de la verdad y de la justicia, o  cuando menos, con su arte,
con la mayor distancia posible de los  círculos de decisión
política y con la intención de hacer política desde  el
arte”. Pero lo reconozca o no, Padura hace política desde el
arte y  desde la prensa, aunque rechace la condición del militante.
¿Es posible  tal cosa?

En un comentario breve que publiqué en mi blog, a propósito de
esta polémica, apuntaba lo siguiente:

a.    No existe periodismo no militante, solo periodistas
ignorantes de su militancia (o cínicos).

b.    Cuba no es paraíso ni infierno –ello
supone entonces el ejercicio  comprometido de la crítica–, pero
hay que tener un ideal de paraíso y  una idea clara de infierno: se
critica para empujar la realidad hacia el  ideal;

c.    El ideal es mucho más que libertad de criticar:
la crítica es un medio, no un fin.

d.    Porque mi prioridad es Cuba, soy militante del Partido
Comunista  (escribo con orgullo su nombre) y no dejo de expresar mis
criterios.  Todos tenemos historias de incomprensiones, pero no me regodeo
en ellas.  Sé que algunos militantes de mi Partido no merecen
pertenecer a sus  filas, y que algunos que no llevan el carné son los
militantes que yo  desearía. Pero ser militante del Partido hoy en
Cuba no propicia  ventajas, menos aún estatus y Cuba necesita en esta
nueva etapa, más que  nunca, de una vanguardia organizada.

La crítica se convierte en acto narcisista, si el que la enuncia 
descontextualiza su objeto, si la lupa impide que veamos el entorno o el 
devenir histórico de lo criticado. A veces, como sucede en las 
entrevistas de Padura, no existen propiamente críticas, sino
opiniones, y  en las palabras del entrevistador que el entrevistado acepta,
o en las  de este último, definiciones descalificadoras de más
largo alcance  político. Me refiero a términos y a expresiones
que supuestamente  definen a la sociedad cubana: “con su experiencia
de vida en el  estalinismo” o en “el totalitarismo”, se
dice, y en algunos pasajes se  iguala de forma tácita o
explícita capitalismo y socialismo, lo que solo  deja la
opción vergonzante de un regreso al primero. Pero si Padura o 
cualquier otro artista hace política desde el arte y en su actividad 
ciudadana –lo cual me parece legítimo–, debe esperar, al
margen de una  crítica artística de su obra, una
apreciación y una eventual crítica  políticas.

La creación artística se nutre de todos los sentimientos; la
calidad de  una obra la determina el talento de su creador, no los
sentimientos que  la inspiran. Para fundar la Patria –concepto
más hondo que el de Nación,  porque supone un proyecto
colectivo de vida–, José Martí necesitaba de  la arcilla
de todos los poetas: en sus textos recuperaba a los  desencantados y a los
militantes, a los intimistas y a los épicos, a los  aplaudidos en
tertulias eruditas, y a los que escribían bajo el cielo  de la
manigua. Martí sabía que el espíritu de la Patria no se
agotaba en  Heredia, en Casal, o en Manzano. En política, sin
embargo, las reglas  son otras: el desaliento es, para un revolucionario, el

breve instante  que precede a la recomposición del aliento. Los
desencantados del 68 se  convirtieron en autonomistas. Los del socialismo
europeo en  neoliberales. Martí, el más grande escritor cubano
(estuve tentado a  escribir, hispano) de la segunda mitad del siglo XIX, era

un militante  de la Revolución. Escribió frases muy duras,
como estas: “¡La justicia  primero, el arte después!
(…) ¡Todo al fuego, hasta el arte, para  alimentar la
hoguera!”. La identidad entre las vanguardias 
político-revolucionaria y artística fue resuelta en Cuba en el
siglo  XIX, en la vida y en la obra de José Martí. Hace
algunos meses, sin  embargo, sentí en el Congreso de los
Jóvenes Escritores y Artistas  cubanos que se refundaba una nueva
identidad. Bienvenida sea.

Sinceramente, no veo en lo sucedido la intención de fabricar un
“caso  Padura”. No hay que inventar etiquetas, ni construir
falsos apostolados.  Que fluya el debate revolucionario. No podemos dejar
que nos construyan  consensos en la acumulación de ideas no
debatidas.

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