Columnas

Sunday, May 11, 2014

A mi madre Nardelina



 

Rodobaldo Martínez Pérez
rodo@enet.cu

Tres  de sus 11 nietos
Lo recuerdo como si fuera ayer, porque hay cosas tan impactantes en la vida, que no se olvidan aunque pasen cien años.
 Casi amanecía, todos rodeábamos su cama, porque llevaba varios días en coma y la velábamos para cualquier movimiento. De pronto tragó fuerte y dejó de respirar.
Fue el 26 de julio de hace dos décadas, mi madre murió y aquella realidad irreversible aún me nubla el pensamiento, porque si hay cosas difíciles de aceptar es la muerte de un ser querido con esas dimensiones, tal vez sea, porque uno nunca se prepara para perderlo.
Con la muerte de mi madre perdí a mi mejor confidente. Ella siempre me escuchó en silencio, hablaba poco, pero su escueto mensaje llevaba la esencia de haber vivido muchos años y me daba seguridad.
Con sus seis hijos



Su gran  serenidad para afrontar las dificultades de la vida fue una de sus virtudes elogiables. Cuantas veces  he recordado aquella imperturbabilidad suya ante verdaderas tensiones y he deseado haber heredado su ecuanimidad.
No había nadie como ella, para detectar mis preocupaciones y si algo me atormentaba. Atrás venía el consejo lleno del optimismo que siempre la acompañó.
Hoy, debajo de ese ramo en su tumba fría, quedó el cuerpo inerme de esa persona excepcional que supo llenarme de felicidad cada pedacito de mi existencia.
En plena juventud
Con mi padre
La Narda, como le decía, estará siempre ahí, solícita para cuando la necesite, dispuesta a escucharme, con su palabra certera iluminándome el camino, porque me niego rotundamente a dejarla morir y perderla para siempre.

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